CONSIDERACIONES SOBRE "BODEGAS CAMPOS"
Aprovechando un viaje a la ciudad de Los Califas no podía dejar de pasar por uno de los referentes de la cocina cordobesa. Un sitio donde he comido en varias ocasiones y siempre muy bien, remarcando el "muy", además de ser un lugar con algo de magia con esas barricas y botas firmadas por sus famosos comensales, ¡qué no son pocos!
De hecho, la última firma era la del grupo germano Scorpions, que era el motivo fundamental para la visita a la ciudad Omeya y que nos comentó su "maitre" que allí se fraguó el espectáculo flamenco que acompañó al solo de batería de Mickey Dee, cuando vieron el show de las "bailaoras" y el bailarín el viernes mientras cenaban.
Tras visitar Córdoba con un calor infernal, llegamos a la taberna de Bodegas Campos sedientos, tanto que hasta la Cruzcampo helada que me pusieron me "supo a gloria", no siendo muy degustador de esta cerveza. El "tinto de verano" con gaseosa, con "blanca" como se dice en Cádiz, también me explicó mi pareja que estaba bueno, con el vino por un lado y la "casera" por otro, no sacado de un grifo, que suele ser infinitamente peor. Tras el aperitivo, acompañado por unas aceitunas verdiales ricas y "aliñás" y comprobar algunas de las firmas de las botas, y en especial la de Klaus Meine y Rudolf Schenker, pasamos al salón donde nos acompañaron a nuestra mesa, situada en la estancia colindante con la zona de taberna.
No teníamos claro si probar uno de los arroces de la casa, en concreto el del rabo de toro, o decantarnos directamente por la cola vacuna sin arroz, siendo esta carne el protagonista del plato. Al final, ganó esta última solución. Viendo la potencia del plato principal, elegí para el maridaje un estupendo Somontano, un Bodega Pirineos, construido sobre la base de esas dos uvas francesas tan características como son la Merlot y la Syrah y esa preciosa etiqueta con una mano femenina acariciando un equino. Precio ajustado, aunque como en todos los restaurantes doblando el precio de fábrica. Rico vino.

Los postres sirvieron de colofón perfecto, junto con un café cortado que pidió mi pareja, y que me explicó que estaba delicioso, con lo complicado que es encontrar expertos baristas por estas latitudes. El primero era la milhoja de crema de queso y helado de frambuesa. Delicioso, con un acompañamiento de frutos rojos que elevaba el sabor del hojaldre con el lacteo y el magnífico helado y el segundo, una espectacular gelatina de gin tonic de fresones, otro plato pensado para convencer a casi todos los paladares y coronado con un sorbete de limón que conseguía refrescar el asfixiante calor de la calle en ese momento. De hecho, tras salir nos dimos cuenta que el cielo escupía fuego y uno de los termómetros lo atestiguó camino al hotel marcando 46 grados. Suerte que íbamos en coche y con la felicidad de una comida estupenda. Seguiré visitando este templo siempre que vuelva a Córdoba. Lo adoro.
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