Escrito para Rock, The Best Music, revista por internet de la cual publico mi quinto artículo, todos sobre cine, aunque a no mucho tardar creo que empezaré con las crónicas musicales, ya que a fin de cuentas es lo primordial en su web. El enlace original se puede leer aquí
Mi experiencia cinéfila con Woody Allen comienza en un pueblo playero
del litoral murciano donde pasaba mis vacaciones, en uno de esos cines
de verano de programa doble que por desgracia pasaron a mejor vida en
estas poblaciones costeras y que reponían los estrenos significativos de
la anterior temporada. En ese caluroso agosto de mi vida me quedé
impresionado con una de esas películas. Se trataba de “Hannah y sus
hermanas” y su forma de entender el amor, también el desamor, la vida,
la muerte, la comedia y el drama me cautivó. Tanto como hasta ahora.
Supongo que si tuviese que elegir las películas que han marcado mi
existencia Hannah tendría un papel prioritario. Tanto que a partir de
ahí investigué en la figura de este loco neoyorkino, vi de estreno
“Septiembre” y “Otra mujer” en los ya extintos cines Madrid y Pompeya lo
que me condujo a Bergman y Tarkovski y a interesarme por la filosofía,
cosa que sigo manteniendo desde mi periplo universitario. Es
sorprenderte como el cine puede conducirte a elegir una carrera u otra,
aunque el gran impacto llegó con “Delitos y faltas”. Un adolescente
cinéfilo y cinéfago quedaba sorprendido con lo que acababa de ver en
pantalla. ¡Se justificaba un crimen y cualquier espectador estaría de
acuerdo!. Una estructura que ha repetido en más titulos como “Match
point”, “El sueño de Casandra” o su anterior “Irrational man” pero nunca
llegando a acercarse al original. Desde entonces he visto todos sus
nuevos proyectos en estreno, solo, con algunas de las personas más
importantes que han pasado por mi trayectoria vital o, incluso, como
parte de una cita para dejar claro lo que me interesa. Nostalgia, como
bien decía el personaje de Anton Walbrook en la obra maestra de Max
Ophüls “La ronda” mientras hacía girar un tiovivo exclamaba que vivía
mucho más feliz en el tranquilo pasado que en el duro presente o el
incierto futuro. Siempre me ha encantado esa frase, ese inicio y ese
largometraje.
Nostalgia, como la que siento al escribir sobre Woody
Allen y volví a tener al salir de ver “Café Society”.
Pues a pesar de no ser una de las magnas obras tipo “Manhattan”,
“Annie Hall” o las antes referidas “Hannah y sus hermanas” o “Delitos y
faltas” si entronca con esa época de mediados de los ochenta hasta
finales de los noventa que entiendo como su mejor etapa y que supera
desastres artísticos como “Scoop”, “Vicky Cristina Barcelona” o “A Roma
con amor”, borrones indignos de alguien que en sus historias más
mediocres, “divertimentos”, “experimentos” y cintas menores siempre hay
partes de lo más estimulantes y atractivas. Comentaba lo de entroncar
con esa época, ya que sea por ambientar la trama en los años treinta o
por el poso romántico me ha hecho recordar “Días de radio” y esos
pasajes donde el niño descubre por su tía Dianne Wiest los enormes y
lujosos cines de Nueva York o a la Mia Farrow de “La Rosa Púrpura de El
Cairo” obnuvilada por lo que sucede en la pantalla antes que los
personajes rompan la “cuarta pared” de forma literal y entren en su
vida. Pues la nostalgia de esos convulsos tiempos que ni el propio Allen
vivió anega todo “Café Society”. Guión bien conocido que aboga por la
superioridad de Nueva York sobre Los Ángeles, de la bohemia sobre la
fama, la cultura sobre el vacío o la inteligencia sobre todo, narrando
las andanzas de un joven inexperto que viaja a la Costa Oeste a trabajar
con su tío, un exitoso agente cinematográfico, haciéndose paso entre el
lujo y el glamour de las estrellas y teniendo un amor imposible con la
secretaria de su mentor y hermano de su madre, a su vez amante de la
joven, aunque ninguno lo sepan y como ese romance le lleva de nuevo a su
ciudad para montar un local de moda entre la alta alcurnia. Nada nuevo,
pues en el visionado lo noté en su tramo final pero ahora que lo
escribo me doy cuenta que el argumento parece sacado de “Casablanca”,
cosa que no es de extrañar pues las similitudes de “Blue Jasmine” con
“Un tranvía llamado deseo” eran más que evidentes. Lo que sucede es que
Allen lo cuenta todo tan bien que es imposible resistirse a esas faltas
menores, pues en la poco más de hora y media de metraje nos ofrece un
curso acelerado de diálogos ingeniosos y talento en la puesta en escena,
ayudado por la colorista y saturada fotografía del enorme Vittorio
Storaro, la edición de su habitual desde “Acordes y desacuerdos” Alisa
Lepselter o una dirección artística, maquillaje y vestuario cuidado al
detalle, sumados al buen gusto con la selección de canciones. Otro de sus platos fuertes es la dirección de actores y ahí destaca
el trío protagonista con un Steve Carell soberbio, el veterano que
ofrece la réplica a los enamorados Jesse Eisenberg y la gélida Kristen
Stewart, que sí bien no es Bette Davis como actriz sí que se consigue
que tenga una actuación digna. Ellos hacen posible, junto con los
acertados secundarios, que transitemos por terrenos familiares y que lo
que comienza como una comedia romántica agradable pase a un amargo drama
nostálgico sin que uno como espectador pueda llegar a comprender cuando
ha llegado ese cambio, una de las especialidades del realizador es
esta; el salto entre géneros sin sobresaltos y que llevó al paroxismo en
“Melinda y Melinda” (una de las que vi con alguien de esas personas
importantes que referenciaba más arriba).
Quizás “Café Society” no se encuentre entre sus mejores obras, lo que
es seguro es que entre las peores tampoco. Un término medio que siendo
Woody Allen conlleva el signo de calidad y lo que le hace merecedor de
rozar el notable. Salí feliz del cine, con una sonrisa en la cara y una
pequeña lágrima en la mirada envuelto en esa magia, esa “saudade”
portuguesa que el responsable de “Maridos y mujeres” sabe dotar a sus
criaturas cuando quiere y que me han llevado a ver años después a ese
pequeño adolescente observando con una arrebatadora pasión a Michael
Caine decir aquello de “-¡Qué hermosa es!-” en el inolvidable plano fijo
con el que abre “Hannah y sus hermanas”, un beso con la luna madrileña
de testigo tras ver “Desmontando a Harry” o “Melinda y Melinda”, el
momento que sentí que me quedaría a vivir en Cádiz tras “Si la cosa
funciona” o desastrosas citas a lo largo de los años y de su
filmografía. ¡Como no voy a ver todo lo que haga este señor, si ha sido
parte esencial de lo que Flaubert denominó “educación sentimental”!. Por
lo menos en mi vida.
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